Te descubrí una tarde -tarde de meteoritos-,
detrás de aquél olivo cargado de solturas.
Aquél ciclo naciste para mis mediodías,
y desde ese momento (siega de cereales),
te hiciste mi casera, situando mis enseres.
Le ofreciste a mi pecho dones que desechaba,
estatutos serenos, cifras para adorar,
hasta la primera uva que celosa tenías.
Vislumbré tus linderos, supe de certidumbres,
contraje el mandamiento sugerido desde el huerto,
y como aquél discípulo discerní cada verbo.
Varias lunas pasaron y superaron penas,
y cual columna griega todavía sostienes
cada segmento altivo de lo poco que entrego.
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